La educación entre los antiguos mexicas formaba parte importante de la cosmovisión que regía su vida diaria, lo mismo para los hombres que para las mujeres. Sin embargo, las diferencias se tornaban sustanciales al paso del tiempo, puesto que el género femenino debía dedicarse a las labores del hogar y el campo agrícola, mientras que los varones podían entregarse a la carrera militar desde muy jóvenes. De no hacerlo, el oprobio, el estancamiento social y los trabajos pesados constituían su único futuro.
En un caso muy especial, cuando las mujeres morían al dar a luz a un niño, se les honraba por su esfuerzo físico, pues se creía que habían “atrapado” a un guerrero para la vida terrenal que lucharía por el renacimiento constante del sol. A ellas se les denominaba cihuateteo (“mujeres divinas”).
En cuanto al inicio de la carrera militar de los varones, comenzaban como ayudantes desde muy temprana edad, a los 13 años en promedio, una vez que podían cargar los bastimentos y las armas de los guerreros connotados. En el campo de enfrentamientos podían incluso capturar enemigos y, en caso de lograrlo, iniciar su ascenso y obtener reconocimientos. De esta forma, durante las distintas campañas debían prepararse para obtener cautivos destinados para el sacrificio al dios del sol, Huitzilopochtli, a fin de que se alimentara y renaciera todos los días, pues consideraban que al ocultarse durante las tardes y a su paso por el inframundo en la noche debía librar una feroz batalla contra sus hermanas, las estrellas y la luna.
Por este motivo, la carrera militar era fuertemente incentivada a través de la vestimenta, los adornos corporales, el personal, los tributos y las tierras que adquiría esta clase social y sus familias gracias al servicio. Los rituales religiosos asociados no se quedaban atrás, y el reconocimiento a algún valiente guerrero tequihua, océlotl o cuauhtli se celebraba en un aposento especial, sobre todo en el momento cumbre, cuando se convertía en un soberbio general llamado tlacatécatl o tlacochcálcatl, que tomaría el mando de otros esforzados guerreros.
En este contexto, la zona arqueológica de Malinalco, conocida también como El Cuauhtinchan (“la morada de las águilas” o “la morada de los valientes hombres”), resalta de forma relevante porque la hipótesis acerca de la naturaleza de sus actividades propone el desarrollo de actos rituales por parte de los audaces que sobresalían en las batallas, quienes realizarían ayunos, luchas gladiatorias y, particularmente, una ceremonia iniciática de graduación, a través de la perforación del septo (cartílago que divide las fosas nasales) para instalar en él un adorno o joya particular, la nariguera o yecapapálotl, o en el mentón, donde se ubicaría el bezote o téntetl, símbolos ambos de la entronización de su nuevo rango.
Las ruinas y los objetos procedentes del lugar dan cuenta de ello, sobre todo en el caso particular del llamado templo monolítico o Cuauhcalli (“la casa de las águilas”), que fue mandado construir inicialmente en el año de 1501 por el tlatoani Ahuízotl y continuado en 1515 por su sucesor, Moctezuma Xocoyotzin, cuya forma arquitectónica y esculturas labradas fueron talladas en la roca en una sola pieza, conjunto que es un soberbio y único ejemplo no sólo de la cultura mexica, sino de todo Mesoamérica. En él es posible considerar cómo los sacerdotes atestiguaban el evento y la entronización de personajes, cuya función al salir de este lugar con grado de generales sería no sólo dirigir los destinos del imperio, sino de mayor trascendencia, vivir y luchar para sostener el mundo por ellos conocido; renovar la vida con la obtención de cautivos que derramarían su sangre para continuar al día siguiente con el ciclo vital del renacimiento del sol.
Sin embargo, toda esta organización de poder político y militar terminaría, pues durante el sitio de la ciudad de Tenochtitlan, en 1521, Hernán Cortés envió al capitán Andrés de Tapia con algunos españoles y muchos aliados, entre ellos indígenas de la región de Cuernavaca (Cuauhnáhuac), a conquistar Malinalco. Esto fue motivado por la amenaza que representaba el apoyo que podría brindar la élite guerrera que aquí se educaba, graduaba y podía eventualmente comandar al ejército mexica en este terrible episodio. Malinalco significaba, en efecto, un importante refuerzo estratégico para romper el sitio del que era objeto Cuauhtémoc, último gobernante que luchaba por la preservación de la ciudad imperial de Tenochtitlan. No obstante, al caer ella, el Cuauhtinchan cayó también, hermanándose en este hecho histórico.
Debido a la naturaleza del lugar, que funcionó como una guarnición ritual y por ello su dominio del entorno geográfico; su particular arquitectura, única en el contexto de las construcciones monolíticas a nivel mundial; la técnica de su talla, que labró el monumento roca contra roca, y porque no se conoce hasta ahora otro sitio que contenga este conjunto de valores, la conservación de la zona arqueológica se torna imprescindible.