El Salvator Mundi es, sin lugar a dudas, uno de los testimonios más destacados del arte plumario novohispano. En su mayoría fueron enviados a Europa y Asia para alcanzar las colecciones de ultramar, los “mosaicos” coloniales realizados en plumas mezclan una técnica de tradición prehispánica con temas de origen cristiano. Desde el siglo XVI fueron considerados como el testimonio más alto del genio americano, el ejemplo tangible de la riqueza natural del continente, así como la demostración de los buenos efectos de la cristianización. Las fuentes son extremadamente ricas en documentar la circulación de estos objetos y en detallar las infinitas apreciaciones que encontraron. En el noveno libro del Códice Florentino (ca. 1578), la técnica de los artistas plumajeros, llamados amantecas, está relatada en náhuatl con abundantes detalles.
El Salvator Mundi representa a Cristo como “Rey de Gloria”. En la producción medieval europea, esta iconografía ocupa a menudo el ápice del retablo y adquiere desde mediados del siglo XV, en particular en los Países Bajos, una definitiva autonomía figurativa en las obras destinadas a la devoción privada. (2) La fórmula final con la que se fija el tema deriva de la fusión entre el Cristo Pantocrator, el Santo Rostro y la Majestas Domini. (3) La imagen del Salvador del Mundo posee una particular fuerza expresiva debida, justamente, a su solemne iconicidad, lograda por la visión frontal y por el medio busto, elecciones formales gracias a las cuales tenemos la impresión de que el Cristo aparece desde una ventana.
A la derecha del Salvator Mundi se lee claramente la palabra filius (hijo) compuesta en caracteres latinos. La inscripción a la izquierda del Cristo, y la que enmarca el mosaico —repitiéndose idéntica a sus cuatros lados— no han sido descifradas hasta la fecha, tal vez por la errónea creencia de que fueran redactadas en cirílico. Se trata de un estilo de inscripción gótica propio de lápidas medievales. La utilización de un modelo occidental anterior, con toda probabilidad grabado, proporcionó sin duda el origen iconográfico del mosaico. Se nota la paradójica presencia del globo “tripartito”, sustentado por la mano de Cristo: símbolo trinitario y referencia a los tres continentes (Asia, África y Europa) conocidos antes del descubrimiento de América.
Es posible que el mosaico novohispano —sin lugar a duda obra colectiva realizada gracias a la colaboración entre amantecas y frailes misioneros— haya salido del taller del franciscano fray Pedro de Gante, en el convento de San José de los Naturales, debido a una cierta familiaridad con otra obra de plumaria, la Misa de San Gregorio, fechada en 1539 y resguardada hoy en Francia, en el Museo de Auch. Sin embargo, a diferencia de ésta, el Salvator Mundi no salió para Europa y pudo por lo tanto jugar una función importante en las liturgias novohispanas, como obra altamente simbólica desde el punto de vista de la cristianización de las poblaciones locales. Mencionemos cómo el tema sacrificial fue de gran actualidad en la empresa misionera de los primeros decenios de la colonización. Es de hecho posible encontrar algunos paralelismos entre la iconografía del Salvator Mundi y ciertas representaciones de los sacrificados prehispánicos, en particular los de la fiesta de Tóxcatl descritos dentro del Códice Florentino. (4)
Gracias a su luminosidad, la obra emana un mensaje estético muy poderoso: la materia del icono hace suya parte de aquella naturaleza considerada en los tiempos prehispánicos como sagrada. Se recuerda que el permiso de vestir plumas era otorgado directamente por el tlatoani, ya que —como lo menciona el dominico fray Diego Durán en su Historia de las Indias de Nueva España e islas de Tierra Firme— la pluma era “sombra de los señores y reyes”. Este concepto encontraba evidentes resonancias en la teología de los frailes evangelizadores, ya que la luz fue siempre para el pensamiento cristiano clara señal de la presencia de Dios. Sin embargo, es en este punto de aparente “comparación” entre las tradiciones visuales prehispánicas y cristianas que se encuentra su profunda diferencia, ya que el Salvator Mundi no es solamente representación resplandeciente de un tema cristológico —cómo podría serlo una pintura al óleo—, sino emanación y parte constitutiva del mismo. Recordemos la abundante literatura devocional en náhuatl del siglo XVI donde el Espíritu Santo es llamado “quetzal”. La materia del mosaico termina siendo encarnación sagrada y añade, por lo tanto, un aspecto inédito de vivacidad al tema cristológico del Salvator Mundi.
Alessandra Russo
(1) Mosaico de plumas naturales elaborado sobre soportes de algodón sin hilar, aglutinado y pegado a su vez en capas sobre una tela de algodón de una sola pieza. El adhesivo utilizado es, probablemente, el tzauhtli, pegamento de tradición prehispánica realizado a partir de los bulbos de orquídea. También hay presencia de láminas de plata de 1 mm de espesor para la aureola y la cruz.
(2) Piénsense en las pinturas al óleo de Metsys, Memling, Gossaert, David, van Cleve y en los Libros de horas de los iluminadores flamencos.
(3) Ringbom, 1984.
(4) Alessandra Russo, 2002.