Una de las obras maestras de la colección del museo, y que distingue la sala del Virreinato, es el retrato de Fernando de Alencastre Noroña y Silva (1641-1717), segundo duque de Linares y virrey de la Nueva España, la cual caracteriza claramente la imposición del orden monárquico español en estas tierras.
Francisco Martínez, autor de la obra, nació en la ciudad de México en una fecha que se desconoce y, al igual que otros artistas del siglo XVIII, fue un hombre muy prolífico que, además de gran pintor, ejerció otros oficios artísticos en los que gozó de gran prestigio. Entre sus obras de este segundo aspecto más destacadas se encuentra el dorado del retablo mayor de la Catedral de México (1743), la construcción del túmulo funerario de Felipe V en Guatemala (1747), y la ulterior realización de las arquitecturas efímeras para la jura del siguiente rey, Fernando VI, en México (1747).
El virrey duque de Linares nació el 15 de abril de 1662 en Madrid; fue hijo de Agustín de Alencastre Sande y Padilla, duque de Abrantes y marqués de Puerto Seguro, y de Juana de Noroña y Silva, hermana de Miguel de Noroña, duque de Linares. Nombrado caballero de la Orden de Santiago, importante reconocimiento honorífico y militar otorgado por la corona española, alcanzó con ello también el cargo de comendador mayor de esa congregación en Portugal, de donde procedía su familia. En 1703, a la muerte del hermano de su madre José Antonio de Noroña, heredó el Ducado de Linares. Además, se le atribuyen los títulos de marqués de Goubea y conde de Portoalegre, y los empleos de gentilhombre de cámara del rey y general de sus ejércitos.
Gobernó como virrey de la Nueva España de 1711 a 1716 (antes había sido virrey de Cerdeña y del Perú). Una de sus primeras obras fue la reconstrucción del Palacio Municipal o del Ayuntamiento capitalino, destruido por un incendio en 1692 —precisamente el incendio provocado por un motín popular, del que Carlos de Sigüenza y Góngora logró salvar, con riesgo de su persona, las históricas actas de cabildo del Ayuntamiento de México. Además, tuvo que enfrentar desastres naturales muy graves, como el sismo que sacudió la ciudad de México el 16 de agosto de 1711 y que ocasionó graves daños; un par de años después cayó una nevada sobre la ciudad, suceso rarísimo, con grandes pérdidas para los cultivos de una extensa comarca, lo que acarreó hambre y enfermedades. Se dice que el virrey se distinguió entonces por su filantropía, pues, al igual que el arzobispo José Lanziego, durante estas calamidades echó mano generosa de sus propios recursos para asistir a las víctimas y reconstruir la capital de Virreinato.
En el ámbito cultural, el duque de Linares fundó la primera biblioteca pública, así como el primer museo de animales y plantas de Nueva España. Ordenó la escritura, composición y representación de la ópera La Parténope, con música del mexicano Manuel de Sumaya (1678-1755), la cual se estrenó con mucho éxito en el Palacio Virreinal el 1° de mayo de 1711. Esta es la primera ópera estrenada en la América del Norte y la primera del continente debida a un americano.
Entregó el mando del Virreinato en 1716 debido a su precario estado de salud, y murió en la ciudad de México en junio de 1717. Se lo sepultó en la Iglesia de San Sebastián, entonces, Convento del Carmen.
Diecinueve años después de su fallecimiento, el público de la Gazeta de México leyó una reseña que no sólo lo traía a la memoria como gobernante, sino como un hombre “Muy benigno, amable, y liberal, y tan caritativo que, en una de las epidemias que por aquel tiempo contagiaron este reyno, assignó quatro médicos, y otras tantas boticas, para alivio, y curación de los menesterosos; y los más de los templos conservan dádivas de su magnificencia. Dedicáronse algunos en el tiempo de su gobierno”.
La pintura que retrata al virrey duque de Linares responde a características notables por su calidad y factura. Las pinturas de caballete del Barroco continúan, en relación con la época renacentista, la técnica del óleo sobre lienzo. Al igual que ocurría con el resto de las artes, la pintura barroca de la Nueva España estaba al servicio del poder político y religioso. También se recurría a la pintura para manifestar el triunfo de la monarquía sobre cualquier resistencia y connato de rebelión (y los había), y para echar de ver el esplendor de la Iglesia, lo que transmitía un claro mensaje al espectador: una sola religión, la católica, y un solo rey, el de España. Es entonces cuando nace lo que llamamos retrato oficial, en el que la figura principal aparece en un rico escenario rodeada de telas y elementos simbólicos. En este caso, el pintor recreó un espacio en el que se observa una vidriera con emplomado, así como un fuste y basa de columna que sirven como fondo arquitectónico
En la presente obra, el duque de Linares aparece como un hombre que rebasa los cincuenta años. En una posición girada de tres cuartos y de cuerpo entero, el virrey se destaca como figura central de la composición, en la cual mira fijamente al visitante. La expresión de sus ojos azules y el tono nacarado de su piel mitigan su personalidad y la palidez del rostro, que a la vez hacen destacar un gran realismo, como su edad y su nariz aguileña.
El gobernante lleva calada la peluca blanca de cascada, de uso obligado en ceremonias nobiliarias y cortesanas, la cual resalta y da mayor realismo a su semblante. Viste casaca de terciopelo rojizo oscuro, cerrada en la cintura, larga hasta las rodillas. Sobresale el rico bordado de hilo de oro y botones dorados entremezclados que decoran el frente de la vestidura y la vuelta de la manga. Por influencia de la moda francesa, el duque de Linares también luce una corbata de chorrera de fino encaje que combina con la delicadeza de los puños.
Un poco más abajo, en su mano derecha sostiene un documento manuscrito que empieza con la abreviatura Exmo Sr (excelentísimo señor, el tratamiento de los virreyes españoles), en tanto su mano izquierda sujeta un guante del que ha despojado a su mano derecha. Bajo el brazo izquierdo, el modelo lleva un sombrero tricornio con un filo ocre coronado por pequeñas plumas blancas en el borde, accesorio que está próximo a la empuñadura recta de una espada. En todos los detalles sobresale el oficio del pintor para reproducir la calidad de texturas y materiales, valores táctiles que también son perceptibles en las medias de seda bordadas, así como en los zapatos de estilo francés con tacón rojo y sutil espuela plateada.
Entre las características formales de la pintura barroca, cabe mencionar el gusto por el naturalismo realista y el uso de recursos teatrales y escenográficos, por lo que quizá el artista ubicó al duque de Linares en alguno de los salones del Real Palacio de México. En este caso, el pintor recreó parte de uno de los recintos destacando la suntuosidad del cortinaje rojo en el cual se plasma el escudo de armas del retratado entre los pliegues de tela, los cuales descienden hasta el piso en donde un fuste y basamento de columna sirven como fondo arquitectónico. A su lado se localiza una la leyenda biográfica del personaje, así como información relativa a la muerte y entierro del virrey en junio de 1717.
La confluencia de elementos europeos no solo pone en escena el ámbito cultural del siglo XVIII, sino que también abre interesantes posibilidades de decodificación del arte colonial.