Una importante colección de frescos religiosos
El periodo virreinal nos ha legado un patrimonio artística e históricamente muy rico. El proceso de evangelización inicial, vigorosísimo, y el de la posterior catequización usual dejó como testigo innumerables construcciones de varias órdenes religiosas, y a simple vista pueden parecer iguales los conjuntos conventuales por seguir una distribución parecida, pero la diferencia radica en la manufactura cobijada por el carisma y las concepciones estético-teológicas de cada una de las hermandades.
Los agustinos, quienes construyeron este bello conjunto conventual, integraron un discurso cristológico a través del programa pictórico, es decir, nos acercan a una visión religiosa donde el eje es la vida de Jesucristo.
En el siglo XVI llegaron a la Nueva España un sinnúmero de estampas y libros con escenas religiosas traídas por los propios frailes, en las cuales basaron las imágenes de lo que vemos hoy en esos muros; en la elaboración de estas pinturas hay una sensibilidad y maestría que nos remiten a un fraile preparado en esas artes y a un talentoso indígena con un pincel especializado: la participación de ambos es innegable para una tarea de esta magnitud.
La pintura mural fue elaborada mediante la técnica del fresco y la utilización de la grisalla con toques de color en ocre y azul en algunas zonas; en esta pintura encontramos el porqué de su misión evangélica, de conversión y de catequización, así como el enfoque religioso.
Esta pintura asume diferentes intencionalidades según el público al que va dirigida, y así se plasmó en los diferentes espacios conventuales. Por ejemplo, encontramos, en ambas plantas, cenefas caligráficas con frases de San Agustín en alusión a la vida en comunidad de los frailes y su relación con Dios, lo cual pudo motivar la relación comunitaria armónica, de intercambio y solidaridad, según prescribía la regla de San Agustín.
Las escenas del nacimiento, infancia y la pasión de Jesús son temas preponderantes en este convento. De manera didáctica se mostraba al indígena esos pasajes de la vida de la, para él, nueva divinidad, y de cómo su sacrificio había servido –se le instruía– para salvar su alma individual, ello combinado con la representación de los santos agustinos que guiaban su vida espiritual.
Estas escenas buscaban integrar al indígena a esta nueva religión, primero a través de la infancia de Jesús (claustro menor planta baja) y seguramente, cuando lograban o creían lograr la conversión, para que los indígenas se acercaran a los pasajes más difíciles de comprender, los de la Pasión y el sacrificio del Dios hecho hombre (claustro mayor planta alta).
Partes de esta pintura mural tienen que ver con la vida en comunidad, y procuran fortalecer los votos en cada fraile, pero también orientar y catequizar al neófito en el cristianismo, como podemos verlo en el portal de peregrinos a través de imágenes que representan las virtudes teologales (fragmentos), y probablemente el mensaje se complementara con la representación –sutil– de los pecados y su castigo. En el templo los personajes están ataviados con el hábito agustino simulando un coro en adoración del ser supremo recién revelado a los indígenas, o se admira la imagen de Santa Catarina como transformadora de infieles, todo lo cual refuerza la intención agustina al mostrar la benevolencia y la gracia que pueden alcanzar que quienes las observaron podían alcanzar observan esas imágenes creyendo en ellas.
Hoy, estas figuras nos recuerdan una forma de vida, una integración para el trabajo, una labor muy vasta de incorporación ideológica y cultural –y de anulación ideológica y cultural–, un importante y definitorio periodo de nuestra historia que hemos transformado en una visión artística desde nuestra concepción del siglo XXI.