Los persas se establecieron al este de Mesopotamia y los Montes Zagros, en el territorio del actual Irán, desde el primer milenio a.C. Cuando el rey persa Ciro II derrocó al rey de los medos, Astiages, en 550 a.C., se emprendió la formación del imperio más poderoso del antiguo Oriente Medio. En poco más de una década, Ciro dominó Media, Lidia, Asiria y Babilonia. Sus sucesores se encargaron de expandir el imperio persa desde el río Indo hasta el mar Egeo.
Ciro conservó la organización de los pueblos conquistados, su religión y sus costumbres. Esta política impulsó las relaciones culturales entre ellos, en especial con los griegos. Éstos ocuparon cargos importantes en la administración persa y, además, participaron en la construcción de Persépolis y en la decoración de los palacios de Susa. Por su parte, algunos persas se asentaron en Atenas donde entraron en contacto con la filosofía griega.
Macedonia, al norte de Grecia, también fue parte del Imperio persa. Ahí nació Alejandro Magno quien derrocó al soberano persa en 330 a.C. y anexó sus posesiones a un nuevo imperio. La política de Alejandro mantuvo el intercambio cultural que los persas iniciaron en la región. Los conocimientos de las antiguas ciudades de Mesopotamia, el Levante y Egipto fueron asimilados por los griegos e incorporados a la llamada cultura occidental.