Los soldados y oficiales que habitaban el Fuerte de San Diego se enfrentaban a una mezcla cultural con los alimentos y su preparación.
En esta cocina se mezclaban los elementos de una manera de comer a la española, basada en los embutidos de cerdo y las salazones, junto a los provenientes de una cocina guerrerense en formación, como la carne de guajolote, el pozole verde de Chilapa, las picaditas y las gorditas cuadradas de maíz. Este mestizaje del alimento se enriquecía con la incorporación de los sabores propios de las buscadas especias de Asia que desembarcaban en Acapulco, como la pimienta, la canela y el clavo. A los sabores y aromas característicos de los productos del mar, como el robalo, el camarón y la almeja, se añadían el gusto y bellos tonos de la fruta tropical como las papayas amarillas, el verde de las limas agrias y el dorado de los mangos.
En las recetas virreinales se mezclaban el azafrán colorado, el chile guajillo, los ajos y el epazote; la flor de calabaza y el espinazo de cerdo; la papa y los quesos; el chocolate y el café. Esto habla de carretas y de mujeres que subían esperanzadas de vender sus productos al Fuerte, así como de un puente cotidiano que existía entre Acapulco y una fortificación que miraba al mar. Y lo más importante, se trata de una cultura que se desarrollaba mediante algo tan entrañable como es la comida.