A pesar de que en un primer momento Fernando VII desconoció la Constitución de Cádiz, la reestableció en mayo de 1820. Esto significó un peligro para los grupos poderosos como la Iglesia, que perdía muchos privilegios con una constitución anticlerical como esa.
En México, muchos grupos conservadores se opusieron a la implantación de la constitución gaditana. Un documento sencillo tuvo la fuerza necesaria para terminar la guerra: el Plan de Iguala, que proponía un nuevo imperio basado en la religión, la independencia y la unión, tres temas que resumían las preocupaciones novohispanas.
Después de algunos meses más de guerra y con el arribo del liberal y masón Juan O’Donojú como jefe político, Agustín de Iturbide logró la firma de los Tratados de Córdoba, en los que se reconoció la autonomía de México. El 27 de septiembre de 1821 se firmó el acta formal de independencia, que especificaba que el gobierno de la nueva nación sería monárquico constitucional moderado y que el trono lo ocuparía Fernando VII o un miembro de la familia real española; en caso de no aceptar, las Cortes del Imperio Mexicano proclamarían al gobernante.
La Independencia se haría efectiva con la renuncia del mariscal de campo Francisco Novella, a quien el virrey Apodaca había dejado al frente del Virreinato, y la consecuente entrega de la Ciudad de México al primer ejército nacional, el Ejército Trigarante, el cual estaba formado por insurgentes y realistas.